5 de abril

Josep Pla, un periodista burgués *

 

Josep Pla (Palafrugell, 8 de marzo de 1897 - Llofriu, 23 de abril de 1981) vivió durante la mayor parte del siglo veinte y alcanzó  a reunir una obra completa de muchos miles de páginas, formada en buena parte por los artículos que escribió en numerosos diarios y revistas, sobre todo catalanes. Tras licenciarse en Derecho en 1919, comenzó a trabajar de periodista y vivió en diversas ciudades europeas por encargo de La Publicitat y La Veu de Catalunya. Coincidiendo con la proclamación de la República se instaló en Madrid como cronista político hasta pocos meses antes del inicio de la guerra civil. Obligado a exiliarse en Marsella y Roma, regresó a la España franquista en 1938 y, tras el fin de la guerra, a su masía ampurdanesa de Llofriu. Desde allí comenzó a colaborar en Destino, donde escribió semanalmente, durante más de treinta años, su mítico Calendario sin fechas.

Por razones probablemente derivadas de la victoria franquista (que deseó y apoyó) la mayoría de esos artículos fueron escritos en castellano, aunque luego, para incorporarlos a la obra completa, se traducirían al catalán, lengua en la que escribiría dietarios, crónicas de viajes, apuntes biográficos y otras piezas no vertidas previamente en papel de periódico. Pla, por grado o por fuerza, fue un escritor bilingüe; pero el conocimiento de su obra estuvo siempre limitado a Cataluña y sólo durante estos últimos años puede decirse que haya traspasado las fronteras del país catalán.

Entre sus numerosas influencias literarias cabe citar autores clásicos y gigantescos, como Montaigne, Stendhal o Leopardi, pero también autores de otro nivel más próximo como Pío Baroja, Julio Camba o Azorín. Más difícil es detectar las influencias que recibió de la literatura catalana, con la excepción del costumbrista Robert Robert o del prosista Josep Carner. En realidad, Pla hizo del desprecio de la estética literaria noucentista, más o menos dominante en su tiempo, el caballo de batalla de su juventud: siempre le guiaría la pretensión de una lengua clara, sobria y viva en contraste con el amaneramiento y el estilo mandarín (por utilizar una expresión de Cyrill Conolly) de los noucentistes, encarnado singularmente en Eugeni d’Ors.

El objetivo de la obra planiana, tantas veces descrito por él mismo, fue el de dar cuenta de su tiempo, en una suerte de combate moral contra el olvido. Los resultados fueron, en este sentido, ambivalentes. Es cierto que acertó a componer un fresco vivísimo de la Cataluña payesa que encaraba el hosco porvenir de la industrialización, y que dio noticia libre y literaria de la mayoría de personajes catalanes de su tiempo, a los que trató en gran parte. También estuvo presente en varios acontecimientos singulares del siglo, que narró: la inflación de Weimar, la marcha mussoliniana sobre Roma, o la proclamación de la República española. Pero son igualmente llamativas las elusiones de su proyecto memorialista. Una, pública, fue la Guerra Civil española, el acontecimiento más decisivo de su vida, a la que dedicó algunas líneas confusas y breves, de escaso calado y menor compromiso, bloqueado quizás por el uso inmoral que los franquistas acabarían dando a la Victoria. Otra fue de orden privado: Pla escribió en El Quadern Gris, su dietario vertebral, que la intimidad era «el principal problema literario». Nunca supo exhibir literariamente la suya, al revés de lo que hicieron sus muy queridos franceses Montaigne y Paul Leáutaud, lo que restó hondura a su proyecto memorialístico.

La ficha de enciclopedia debe completarse con un trazo decisivo y transversal que afectó tanto a su ética como a su estética: Pla fue un gran periodista burgués. Aunque siempre haya sido en términos reticentes, no es, ni mucho menos, la primera vez que se ha asociado Pla a la burguesía. Uno de los mayores errores que cometió en su apreciación literaria el escritor valenciano Joan Fuster fue escribir, en su abundoso prólogo a El Quadern Gris, que Pla era una suerte de kulak, es decir, de propietario rural ruso. Por el contrario la ruralia planiana fue una cáscara, a veces amarga, que apenas podía enmascarar un muy limpio corte burgués del mundo. Pla fue un materialista básicamente racional, convencido de que el dinero era la única metáfora permisible, partidario fascinado de la tecnología y de la meritocracia, e incrédulo de Dios y de los hombres. Es cierto que su fondo escéptico lo extendió hasta el progreso, con lo que oscureció uno de los rasgos clásicos del burgués: no pueden olvidarse las sucesivas guerras que marcaron su biografía, desarrollada en el siglo de la megamuerte. Pero incluso ese fondo escéptico, alimentado por los Campos, el Gulag, la Bomba y el salvajismo civil ibérico, debe matizarse. Pla admiraba las autopistas; participó apasionadamente en un proyecto (al fin frustrado) de urbanización del paisaje de Pals, cuyo orden armónico, ¡establecido por el Notario, gran burgués!, tanto celebraba; y una noche inolvidable en Nueva York, desde las ventanas del Waldorf Astoria, ante la inmensa eficiencia lumínica del capitalismo, se preguntó con una perplejidad socarrona, pero deslumbrada: «Això qui ho paga?» Sus andanadas contra el progreso, malhumoradas y con un punto sospechoso de espectacularidad retórica, son mucho menos hondas y creíbles, a mi juicio, que aquel pasaje de sus dietarios donde su mirada resbala sobre las jóvenes y eficaces azafatas que lo acompañan, finales de los 60, en una visita a una empresa recién inaugurada: más que la lúbrica seducción del viejo ante la inexorable juventud hay en la descripción de esas muchachas la apología de la higiene y de la buena alimentación. Y de la libertad.

Sin embargo, lo más interesante de la mirada burguesa de Josep Pla alude al periodismo, porque es en el periodismo donde la mirada ocasionará una revolución cuyos efectos incluso hoy se aprecian. Es paradójica la evolución del periodismo. Nacido como un hijo de la Ilustración y el racionalismo su práctica pronto fue copada por un ejército de románticos bohemios con chalina, cuya descripción más vívida, al menos en lo que afecta al periodismo ibérico, está en La Novela de un Literato, de Rafael Cansinos Assens. Cuando la revista Polemic, (fundada en 1945 por Humphrey Slater y donde Orwell publicó sus célebres Notas sobre el nacionalismo) se definía en su primer editorial como «sympathetic to science, hostile to the intellectual manifestations of romanticism, and markedly anti-Communist», no sólo establecía su postura ideológica en el mundo de posguerra sino que emulsionaba el negativo del periodismo vigente. Aún hoy es un programa. Que yo sepa Pla no formuló nunca, de modo explícito, nada semejante. Pero toda su actividad de escritor está vinculada con esa frase cenital de Polemics. No es extraño que en su vejez leyera a Orwell con admiración. El combate moral y estilístico de Pla fue una lucha contra la excrecencia romántica, incluso contra ésa que anidaba en su interior corporal y que le hacía llorar o añorarse como un ternero ante determinadas manifestaciones de la sentimentalidad colectiva. No fue su costumbre recurrir al mito o a cualquier forma de aparato simbólico para prolongar la incertidumbre e incompletud de lo real. El periodismo de chalina, que es el dominante, ha tenido siempre una gran querencia por explicar la enrevesada textura de la vida en términos poéticos, es decir, bohemios. La herencia más perdurable de Pla habrá sido, por el contrario, su materialismo estilístico: sus metáforas industriales. Y ese algo interrumpido, cortado en seco de los mejores de sus textos veraces: una condición de la escritura faction, que detesta los acabados.

Permítaseme una cita de autoridad, larga pero imprescindible:

«El ataque más acusado y persistente formulado contra mí se ha basado en que soy un bohemio y un descuidado. Ahora bien: lo único que no soy ni he sido nunca es un bohemio y un descuidado. Todos los amigos que poco o mucho me conocen saben quién soy yo: un perfecto y auténtico burgués. Un burgués de clase media mezclado con un pequeño propietario rural. Más burgués que payés. Tengo todas las características del burgués. Ante todo, jamás he tenido deuda alguna. Luego, jamás le he pedido dinero a nadie: ni a los particulares, ni a los municipios, ni a la provincia, ni al Estado. Si en alguna ocasión he comprado algo, lo he pagado religiosamente. (…) He hecho cuantos favores me ha sido posible hacer, a petición de la gente. Afortunadamente, no he tenido ninguna pasión fuerte —travolgente, por decirlo en italiano—, ni con las mujeres, ni con el dinero, ni con los negocios, ni con cualquier tipo de fachendería. Lo único que he pedido es que me dejaran libre para poder escribir tal como yo veo las cosas, o sea, por placer. Las personas que escriben a través de la imaginación, sin saber nada de nada, producen papeles y libros retóricos; con frases recargadas y enroscadas, recurren a una gran cantidad de palabras para no decir nada. Yo soy partidario de la literatura de observación de la vida humana, de lo que tenemos delante. (…) Hay que escribir por imposición, que es lo difícil. Lo difícil es lo que cuenta. Aparte de esto, todo lo demás, por muy imaginativo que sea, son simples palabras, nada de nada. La realidad enorme, complicadísima que uno tiene delante: este es el problema. ¿Todavía quieren que sea más burgués? No he expuesto, ni mucho menos, todas las razones. Yo soy un puro burgués de formación y de gusto, doblado de un pequeño propietario rural cuya ignorancia es indiscutible.»

Josep Pla escribió este párrafo en su dietario más veraz, el último: Notes del capvesprol. Es fama que, en simetría a su libro Els pagesos, quiso escribir un libro sobre los burgueses de su país y de su tiempo. Indagó. Tuvo reuniones. No pudo. No los había.

Barcelona, 14 de septiembre de 2009

 

 

* Incluido en Diez articulistas para la literatura española, Madrid 2010

 

4 de abril

Aliteración de Maruja Torres

«Acabo de recibir un mensaje de Javier Bauluz, nuestro premio Pulitzer de Fotografía, que tiene en su haber, además de otros premios, haber ganado en los tribunales a una de las ratas más retorcidas que habitan en esta profesión, cuyo nombre les ahorro para que no vomiten.»

2 de abril

Distintos privilegios

Las hijas del presidente y su mujer están desde el Domingo de Ramos (el de la Burrita en el calendario sanluqueño) en Doñana. Él ha llegado esta tarde. Sólo la familia del presidente del Gobierno puede pasar unos días en Doñana. La del Rey también, en teoría: pero no le place, parece. Es un grandísimo privilegio, que no puede comprarse con dinero. Doñana es muy grande, demasiado grande, a mi juicio: más grande que Mónaco y que mil estadios. El espacio y el silencio son lujos extraordinarios. Me parece bien que los disfrute el presidente con su familia. Que lo disfrute todo lo que pueda. Sólo que al igual que goza de este paraíso desde el domingo, la señora Espinosa debe asistir a las cumbres de jefes de Estado cuando se la reclame, y con buena cara.

Hace un viento de perros en la orilla. No hay un frío comparable al que se pasa en el sur. Qué hosca maravilla. Más frío tendrá Matas, me consuelo. Sí, he de sobreponerme. Hasta reconocer que bien se merece esta prosa, hija del populacho, que condena mientras instruye. No por lo que haya podido hacer, sino por lo que ya ha confesado hacer. El pueblo también tiene privilegios: y entre los clásicos está el de arrastrar al antiguo poderoso por las calles. La venganza, otro gran lujo. Una cosa es que a las damiselas nos dé vahído la visión de la sangre, y mucho más sin sintaxis. Y otra, muy distinta, que el mundo sea ansí. “Bien puede darse por satisfecho…”  No deja de fascinarme la clara coincidencia. Dice Rajoy que demuestre Matas su inocencia, si puede. Exactamente lo mismo que dice el auto judicial del instructor Castro: ¡ea, que la demuestre!

Al final de la columna tendría ya que haber llegado la barcaza. Pero ¡quiá!: hasta ese mínimo respeto por las formas se ha perdido.

31 de marzo

Un partido plausible

 

Un rasgo clásico de la autocracia es la contaminación del poder judicial por el poder ejecutivo. Llanamente, cuando los políticos actúan de jueces. Menos popular, pero igualmente dañino, es que los jueces actúen de políticos. La intervención judicial se produce siempre por un fracaso previo de la política. El ejemplo del Estatuto de Cataluña es de puro manual. Los políticos no pudieron acordar un texto que fuese apoyado por el conjunto de los partidos, como sucedió en la transición. Y el principal partido de la oposición pidió la intervención de la justicia ante el fracaso de la política. Las últimas noticias indican, soprendentemente, que la respuesta de los jueces va a ser política.

El texto del Estatuto de Cataluña tiene deficiencias políticas, jurídicas, gramaticales y lógicas. Baste subrayar que sus primeras líneas están destinadas a dar la noticia de que Cataluña es una nación, que es lo único que una nación no haría. Los jueces han estado examinándolo durante más de tres años y los ciudadanos esperan una sola respuesta: si los diferentes artículos son o no legales. Para ceñirse al asunto de la nación: los ciudadanos esperan que los jueces digan, en primer lugar, cuál es la definición de “nación” con la que trabajan. No esperan que el tribunal diga que la nación es un concepto “discutible”, porque para eso ya tienen al presidente Zapatero. En la sentencia debe manifestarse un concepto concreto y operativo de nación y la necesidad de que el tribunal diga si, en razón de ese concepto, la información que el Estatuto recoge, derivada de un acto político y jurídico del parlamento catalán, es legal. Y lo que vale para “nación” vale para la lengua, el poder judicial o la financiación.

Las últimas noticias, ya digo, indican que la resolución será puro bullshit. El bullshit siempre comienza con la palabra “interpretación” y las fuentes dicen que ésta va a ser una sentencia interpetativa que permitirá la interpretación. Por si en vez de una noticia se tratara de un globo conviene que se anote la reacción del PP, tan tibia que hiela. Los tres años que han pasado son una vergüenza desde el intelecto, la ética y el presupuesto. Pero ofrecen la ventaja de haber roído el hueso principal como sólo lo hace el tiempo. La verdad desagradable es que el PP está hoy muy interesado en una sentencia abierta y huera que no le condene de nuevo al otro lado del cordón sanitario catalán. Y que le permita seguir trabajando con Convergencia en un modelo de pareja abierta, en Barcelona en tu casa y en la mía en Madrid. Los jueces están de su parte. O sea que el PP va a ganar su recurso de plausibilidad.

27 de marzo

Un problema difícil

Querido J:

Entre los libros que me han quitado el sueño, es decir, uno de esos raros que te hacen soñar, van a estar siempre estas Conversaciones sobre la conciencia que Susan Blackmore publicó hace cinco años y que Francesc Forn acaba de traducir ahora con mucha competencia para la editorial Paidós. Susan Blackmore es escritora y psicóloga y probó del fruto prohibido durante una vida anterior como magufa, versión parapsicóloga, por lo que sus incertidumbres sobre la unidad de el yo Susan Blackmore están plenamente justificadas. Durante cinco años y aprovechando descansos entre coloquios sobre el cerebro y citas en desolados pasillos universitarios entrevistó a muchos de los científicos que tienen algo que decir sobre el asunto. Llegó a 21. Hay grandes apellidos indiscutibles: Crick, Churchland, Dennett, Searle. Se echan a faltar Dawkins, Kandel, Minsky, Pinker o Rizzolatti. No hay una sola página del libro que no tenga alguna línea de interés. Buena parte del éxito se debe al planteamiento de la escritora, que encaró a todos frente a los mismos asuntos, y que siempre empezó las conversaciones con la misma pregunta: «¿Cuál es el problema de la conciencia?» El método facilita la organización de un debate muy sutil y animado entre los conversadores, como si estuvieran juntos aunque hablando uno después de otro o interrumpiéndose de una manera… cuántica. Silabeante aparece la propia Blackmore, con gracia y pedagogía, dejando ver en sus repreguntas una entrevista y un punto de vista más. El comercio ha hablado de este libro en los sobados términos divulgativos. Nature dijo que se trataba de un magnífico libro de texto. Algo parecido ha dicho Punset. No me parece adecuado. El comercio tiene vicios y uno ridículo (socráticamente ridículo) es considerar que un libro de entrevistas tiene que ser ligero. La lectura de estas conversaciones no es fácil, a poco que se lea en serio, es decir poniendo más que un alma de glosario. Pero uno está harto de facilidad y de lubricantes. El libro es una de esas líneas vigorosas con que se va escribiendo el thriller de la vida. No puede ser fácil. Voy a resumirte algunos temas claves, y así no tienes que levantarte.

La primera cuestión es el dualismo. Se trata de una idea muy popular. Hace un tiempo la revista Edge convocó a su famosa pregunta con el clarín: «¿Cuál es tu idea peligrosa?» Si hubieran preguntado por la idea (falsa, digo yo) más incrustada en el hombre la respuesta habría de ser el dualismo cartesiano, es decir, la existencia de dos entidades separadas (mente y cuerpo). Uno de los rasgos fascinantes de la conversación de Blackmore es observar cómo el dualismo reaparece en el mismo corazón de los científicos. Por ejemplo en las posturas que mantienen David Chalmers y el matrimonio Churchland. El primero dice que, aun en la hipótesis de que todas las funciones cerebrales queden algún día descritas, aún habrá algo que explicar; y ese algo es la conciencia, es decir la experiencia subjetiva del rojo, del dolor o del olor del café. Los Churchland lo niegan con ademán enérgico: la conciencia sólo ES esos procesos cerebrales y cuando queden aclarados el llamado «problema difícil» —exitoso copyright de Chalmers que alude a la dificultad de entender cómo tejidos cerebrales (objetivos) dan lugar a experiencias (subjetivas)— quedará aclarado también. Ya sabes que mi furioso materialismo, tan matrimonial por otra parte, está con los Churchland; pero aun tratando de ser imparcial lo cierto es que resulta fácil advertir en el discurso de Chalmer la vieja creencia de que debe-haber-algo-más. De ese dualismo más o menos enmascarado se deriva también una grave consecuencia epistemológica: Chalmer insinúa que «el problema difícil» no podrá resolverse jamás. Pat Churchland encuentra ridículo ese pesimismo. La inteligente e intensa señora Churchland, que no tiene apego a declarar que prefiere navegar en bote por los rápidos que ir a un museo.

El segundo problema emergente es el libre albedrío, es decir, la capacidad de los hombres para decidir sus acciones. Si eso existe o no. Una gran mayoría de los conversadores opina que no existe y que todas las decisiones humanas están determinadas por sucesos biológicos y culturales (genes y memes) que vienen de atrás. Pero, llamativamente, todos ellos dicen vivir como si la libre elección existiera, porque un mundo sin la ilusión de la decisión les parece insoportable, moral y estéticamente. Sobresale la respuesta del físico Kevin O’Regan, un tipo realmente interesante especializado en los fenómenos de la percepción.

Sue: ¿Crees que tienes libre albedrío?

Kevin: Sí, como todo el mundo. Incluso los robots creen que tienen libre albedrío, aunque no lo tengan.

O’Regan, que se las da de robot y que cree que la conciencia sobrevivirá a la muerte porque el hombre será capaz de trasladarla a un ordenador (aunque, lamentablemente, no dice nada de que pasará con MI conciencia), da a entender, con elegancia y humor, que la dotación biológica humana incluye la ilusión de la libertad. En este punto me parece mucho más convincente que ninguna la opinión de la propia Susan Blackmore que afirma vivir, «tranquilamente», sin libre albedrío. Comprendo y comparto esa tranquilidad: al fin y al cabo yo puedo disfrutar mucho viendo una película en cuyo desarrollo sé, lógicamente, que no podré intervenir. La única condición exigible es que se trate de una buena película. El físico y psicólogo Daniel Wegner traza una buena analogía: la asunción de que el libre albedrío no existe puede dar una sensación muy parecida a la que otorga la creencia religiosa: «La base de muchas religiones es la paz que emana de sentir que no se tiene el control, de ser capaz de ceder el control de ti a tu dios.»

Ya observarás que el libro está cargado de humor y carácter, de réplicas y de agudezas constantes. Sólo hay un momento de una cierta gravedad y servirá para que te enuncie el último asunto de esta reseña, que tanta pena me da porque no hay forma en un buen libro de cortar por lo sano. Habla el filósofo Thomas Metzinger y su respuesta ocupa casi cuatro páginas, la única de esas características. «La cuestión es si puede tener lugar una desmitificación de la mente humana sin un desemembramiento de la sociedad. Lo que ha mantenido unidas a nuestras sociedades y nos ha ayudado a comportarnos han sido las creencias metafísicas en Dios, el psicoanálisis u otras religiones sustitutivas.» Metzinger se pregunta, en fin, si puede existir Humanidad sin engaño. Supongo que tendrás, como yo, la tentación de responderle que esa fue también la pregunta de Galileo y que el hombre sobrevivió. Respóndele tú. Yo no acabo de atreverme. Creo que el de Galileo no dejaba de ser el problema fácil.

Sigue con salud

A.

26 de marzo

La lidia del dolor

 

foto.jpg  El científico Wagensberg se presentó hace unos días en el Parlamento de Cataluña con su maleta de charlista y sacó un arsenal de picas, banderillas y estoques. A cada adminículo que presentaba a la observaciónde sus señorías iba diciendo: “¿Esto no duele?” Me decepcionó mucho su actuación. Era el único científico en un apogeo de lírica. Wagensberg no puede ignorar que la conciencia es, quizá, el primer problema de la ciencia contemporánea. Y que la percepción del dolor, como la del color, forma parte del problema. No hay acuerdo científico sobre los límites de la conciencia. Gentes como el neurocientifico Ramachandran concluyen que los animales, incluso los grandes primates, no sienten el dolor. Otros creen que la conciencia del dolor es incluso patrimonio genético de las lombrices. No hay conclusiones ni siquiera provisionales sobre el llamado “problema difícil” de la biología. Cuando Wagensberg decía “¿Esto no duele?” sólo podía referirse, honradamente, al hombre y no al toro.

Más allá de las trampas retóricas, el dolor es la clave de todo el debate taurino. Y el más grave problema para los taurófilos. No porque la neurociencia no pueda dictaminar aún si el dolor es un estricto patrimonio humano; sino porque el dolor, clave del debate como he dicho, es también la clave de la fiesta. El rito de la tauromaquia gira en torno del valor del hombre y la bravura del toro. La bravura no es otra cosa que la capacidad del toro de sobreponerse al castigo; de volver una y otra vez al caballo aunque sepa que allí le espera la brutal embestida de la pica. La lidia del toro bravo no es más que la lidia del dolor. A qué iba a decirse “con más cojones que un toro” si no se tratara de invocar también el tamaño moral. Cómo podrían ser los toros un encadenado de metáforas sobre la vida sin los eslabones del dolor.

Si la neurociencia lograra demostrar algún día que el toro cabecea cuando le clavan las banderillas, urgido por un reflejo que nada tiene que ver con el dolor humano, la principal víctima del descubrimiento sería la Fiesta. Todo su entramado, incluso estético, se organiza en torno a la humanidad del toro. No en vano el primer acto de la lidia es ponerle al toro un nombre. Esa humanidad pasa inexorablemente por el sufrimiento. Se acepta que la inteligencia del toro sea limitada: ¡y se desecha el resabiao! Pero la sangre debe ser inequívoca. Al toreo lo matará la ciencia. Bien porque demuestre con precisión insoportable que el dolor del toro es el del hombre, bien porque sostenga que la bravura es un engaño más eficaz que la muleta

Mientras tanto, quizá podamos disfrutar de esta hora incierta.

24 de marzo

Somos carísimos

Un lema de la derecha al principio de la transición: «Las autonomías son caras.» Era insidioso. Se le daba un respuesta doble. Primero irónica: «Sí, lo realmente barato es la dictadura». La otra aventuraba un contraataque concienzudo: «La gestión más próxima de los servicios abaratará su coste». Esto último era la aplicación del principio de subsidiariedad: entre las instituciones que puedan gestionar una competencia debe elegirse la más próxima al ciudadano. Treinta años después tiembla la infalibilidad de ese principio. No parece indiscutible la libertad con que los ayuntamientos turísticos han gestionado su suelo; tampoco que los gobiernos autonómicos deban tener la última palabra en la fijación de los contenidos educativos; que una policía con sede autonómica sea más eficaz que otra con sede en la capital del Estado; ni siquiera que la subsidiariedad pueda aplicarse sin traumas en leyes como la de Dependencia.

Nadie puede dudar, en cambio, del gran éxito político-sentimental de las autonomías españolas. Cualquier región ha hecho de su identidad un asunto prioritario. Esto ha complacido al pueblo: de pronto les pareció más importante y agradable ser gallego o canario que español, y se pusieron. No ha salido gratis. Todo el que ha criado sabe que el Ser cuesta mucho dinero. Puede que haya dado de vivir a diseñadores, publicistas, filósofos y cocineros: lo discutible es si la inversión ha sido rentable al margen de la sentimentalidad satisfecha. Es decir, si el Ser es una empresa rentable, competitiva, más allá del circuito cerrado de la subvención pública. Hemos formado especialistas en el Ser; pero no es fácil saber dónde vamos a venderlos.

La televisión es un buen ejemplo. En Cataluña operan cuatro canales de televisión pública y yo qué sé cuántas radios. ¿Hay algún otro caso similar en el mundo? La solución, además, es dificilísima. No parece probable que la televisión pública española desaparezca. Pero tampoco la autonómica, desde luego. El ser catalán ha sido gracias a ella. Todo el mundo (¡hasta Felipe González!) sabe que España ha vivido por encima de sus posibilidades. Bien: ahora que lo sabemos podemos precisar un poco: ¿Cataluña da para tener cuatro canales públicos? La ministra Salgado acaba de pedir 10.000 millones de ahorro a las 17 autonomías. Bien está. ¿Qué le pasa a esa cifra cuando se pone en contacto con algunas cifras catalanas? ¿Con los 335 millones que la Generalitat gastará en sus medios en 2010? ¿O con los 31 de la publicidad institucional, es decir, gastados en el Ser tripartito? Probablemente para reducir el déficit haya que tocar el gasto social ¿Pero en qué proporción exactamente?

Es evidente: España no puede pagar su problema.

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